11 de febrero de 2013

La biblioteca del señor Linden (Parte 2)

Probablemente el señor Linden tenía razón, pensó Ana, sus padres se la pasaban todo el día reuniéndose con abogados y gente de aspecto estirado, hablando siempre de cosas de “la herencia”. Para ella eso resultaba bien, le daba tiempo y libertad para recorrer a sus anchas la enorme casa en que estaba viviendo ahora, siempre que Linden no la descubriera.

Recorrió las habitaciones para visitas, con sus camas cubiertas con dosel y sus baños con tina. Ella y sus padres dormían en sencillas recámaras sin baño que el señor Linden les había designado.

Pero a Ana le encantaba explorar. Un par de salas majestuosas para recibir a los invitados se encontraban en el primer piso de la casa, junto a la enorme cocina atendida por dos criadas. Había visto incluso el ático donde el viejo guardaba cajas y cajas con papeles, ropa, juguetes; seguramente recuerdos de otras épocas.

Todo en la casa parecía muy viejo y empolvado. Hermoso, pero anticuado, pensaba Ana.

Pero lo que a ella más le fascinaba era la biblioteca del segundo piso en la que había estado el primer día. No se había atrevido a volver porque el señor Linden siempre estaba allí y, como le había advertido, no tenía permiso para entrar.

No dejaba de pensar en el librito blanco con adornos verdes. No tengo más remedio que ir por él, pensó.

De noche, se levantó despacio de su cama. Se asomó a la habitación vecina para asegurarse de que sus padres dormían y, tratando de pisar calladamente con sus calcetines, subió la escalera y entró a la biblioteca.

Al entrar, la sobrecogió el miedo. Todo se veía amenazador e inmenso en la oscuridad: las cortinas, los libreros, los cuadros en las paredes. Respiró con fuerza para darse valor y avanzó a tientas.
Se dirigió con cuidado hacia el librero del centro. Deseó entonces haber traído una lámpara o una vela.

Sus pequeños dedos recorrieron las filas de libros en busca del que quería. Sabía que debía ignorar aquellos de pastas gruesas y numerosas páginas. Ella buscaba el del encuadernado delgado y brillante. Ah, debía pararse de puntitas para encontrarlo. Estaba segura de que era el siguiente, el de en medio.

—Ay —exclamó sobresaltada, retirando la mano en medio de la oscuridad.

Algo agarró mi dedo, pensó. ¿Y si hay ratones? Ohh. Trató de escuchar por encima del pulso en sus sienes, intentó ver más allá de la oscuridad. Pero nada.

Ya con el corazón desbocado, decidió agarrar el libro y salir corriendo de allí.

Estiró la mano y lo tomó. Si, ése era, pensó, el pequeño con cubierta blanca. Se prometió devolverlo temprano al día siguiente antes de que el señor Linden pudiera darse cuenta.

Regresó sigilosamente hasta su habitación. Cerró con cuidado la puerta. Se metió en la cama, temblando de frío y de emoción, y encendió la lámpara de noche.

Sólo entonces vio el título del libro: Recorridos en un universo distante.

Por un momento, resonó en sus oídos la advertencia del viejo pariente: “No debes mirar ese libro”. Pero la desdeñó enseguida, consumida por la curiosidad.

Y lo abrió...

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